“Las ciudades, como los gatos, se revelan en la noche”
Rupert Brooke
Cuando estaba en la Universidad las clases por lo general me tomaban de noche, el tráfico hacía mi casa era pesado, por lo que me quedaba esperando a que este se despejará, con esta costumbre le fui viendo ese lado especial a las calles de la ciudad durante la noche. En ocasiones me ganaba el mal genio de pasar más de 12 horas en clases y el saber que cuando llegará a casa me esperaba aún más por hacer, el agotamiento no se quedaba atrás, para evitar que este me venciera y llegar a casa sana y salva, le subía al volumen del radio y así me iba, entre el canto o más bien, el intento de canto. Poco a poco me fui percatando que en realidad esto me hacía sentir bien, así que se fue convirtiendo en un pequeño ritual personal que me hacía despojar un poco la carga. Y pues, a decir verdad, adopte el hábito de recorrer la ciudad de noche cuando siento que debo despejar la mente.

Yo diría que las ciudades tienen cierta magia de noche, una magia que te hace sentir libre. Quién no tiene un recuerdo de una escapada en la desolada noche, un recorrido por las calles junto a los amigos después de una fiesta, un postre de madrugada en un local por cerrar, un paseo nocturno en esa ciudad a la cual fuiste de visita. Las calles solitarias con uno que otro auto, las luces de los edificios y de las calles que opacan el acostumbrado gris del concreto, los letreros neón y la avenida junto al mar. Es en este momento donde empiezas a descubrir la ciudad, en la calma de la cotidianidad, el bullicio en pausa, la música lejana de un bar, las estrellas y la luna como acompañantes. Cualquier ciudad se ve imponente de noche, tan imponente que te hace sentir pequeño, tan pequeño como ese lugar que descubres a esas horas y que pasa desapercibido en el ajetreo del día y que te prometes luego ir a visitar. Las ciudades de noche se dejan descubrir y te hacen descubrirte, te regalan paz y libertad.